Escribe Marcelo Ramal
Un libro presuntuoso para encubrir un impasse político.
Tiempo de lectura: 13 minutos
El libro que Javier Milei presentará en el Luna Park se encuentra a la venta desde hace varias semanas. La condición presidencial del autor le asegura una taquilla que difícilmente se hubiera asegurado en otras circunstancias. El “libro”, inicialmente, recoge algunos de sus discursos o ponencias, donde los conceptos se reiteran a veces textualmente. El trabajo que le da título al libro –“Capitalismo, Socialismo y la trampa Neoclásica”- aparece dos veces, una en español y la otra en inglés, como si se tratara de un menú turístico. En esos textos y discursos, Milei agolpa nombres, teorías y autores a la atropellada.
Sorprende que Milei, en el título del libro, se refiera a la economía “neoclásica” como una “trampa”. Esa escuela, precisamente, nace para oponerse al socialismo y como reacción a la “crítica de la economía política” desenvuelta por Marx. En El Capital, el padre del Manifiesto Comunista superó críticamente al legado de Smith y Ricardo, al asumir definitivamente la centralidad del trabajo humano en la creación de riqueza social –“más valor”- bajo el capitalismo. Para enfrentar al marxismo, la corriente neoclásica echó mano a una explicación subjetiva o psicológica del valor –“las cosas valen de acuerdo a la utilidad incremental que me aportan”-. La contradicción entre esa noción individual, por un lado, y el carácter social que reviste el intercambio, por el otro, fue irresoluble, para los neoclásicos y todos sus seguidores. La escuela austríaca, que Milei defiende, es parte de ese legado anticientífico. Pero entonces, ¿por qué alude a una 'trampa neoclásica', cuando los austríacos (Menger) fueron cofundadores de esa escuela?
La mayoría de los neoclásicos pregonaban la superioridad de la libre competencia. Bajo esas condiciones, decían, todos los 'factores de producción' -así llaman al capital y al trabajo, como si el primero no fuera otra cosa que trabajo acumulado- reciben lo que aportaron al proceso económico, y, en tanto consumidores, obtienen la mayor satisfacción o utilidad por sus actos. En una variante de ese postulado, el punto “óptimo” se podría alcanzar cuando ningún agente económico pueda realizar un nuevo acto de intercambio sin causarle una pérdida a otro agente (Pareto). Como estos 'neoclásicos' asocian el equilibrio económico a la libre competencia, cuando el equilibrio no se alcanza se lo atribuyen a las “fallas de mercado” –es decir, a las trabas para competir-. Es lo que ocurre con los monopolios, oligopolios y todas las variantes que restringen de algún modo la circulación mercantil. Los que esgrimen las “fallas de mercado” abogan por regulaciones estatales que las eliminen o atenúen. En cambio, Milei y la escuela austríaca repudian ese punto de vista como “estatista” y “funcional al socialismo”. Esta fractura interna en el pensamiento neoclásico tiene una explicación histórica, porque las obras fundacionales de estos autores -todos antisocialistas declarados- se desarrollaron entre 1870 y 1890, es decir, el período bajo el cual se consolidó el capitalismo de los monopolios. La escuela austríaca, en particular, se desarrolla entre el ciclo largo iniciado por la depresión de 1873 y la revolución de Octubre de 1917. En su libro, Milei plantea que el monopolista es el más “eficiente y creativo” de los capitalistas, y celebra su sobrevivencia después de mandar al resto de sus competidores a la quiebra. Un seguidor de Milei acaba de escribir que el monopolio es un invento marxista, como lo demostraría el desplazamiento de algunos de ellos por parte de nuevos ingresantes, en el marco de los cambios tecnológicos, para convertirse en nuevos monopolios.
Si hay un ángulo reiterado y machacado en el libro de Milei es esta defensa incondicional del monopolio y la concentración del capital, sin infringir la competencia. El interés del libertario en este punto debe haber despertado la euforia de uno de sus amigos más importantes, Marcos Galperin, quien aprovechó la pandemia para consolidar un monopolio sobre el comercio electrónico (Mercado Libre), que quiere extender a los medios de pago para sus ventas. Por esa razón, un pool de los bancos más poderosos de Argentina –asociados a la creación de una 'billetera virtual' alternativa- demandaron a Galperin por violación de la ley antitrust, y reclaman que Mercado Libre habilite en su página a estas otras billeteras digitales.
Galperin, frenético libertario, no quiere concederles esa “libertad”. Otro amigo de Milei, Elon Musk, soporta una investigación de la Comisión antitrust yanqui por haberse servido de Twitter para violar la seguridad y privacidad de sus usuarios. En cualquier caso, la pelea de Galperin con el pool de bancos es ilustrativa de lo que ocurre con el 90 % de las causas antitrust desde que en 1890 fuera sancionada la ley Sherman (antimonopolios): se trata de litigios que enfrentan a unas corporaciones con otras -es un régimen de arbitraje estatal entre monopolios-. Milei, que presenta a esas regulaciones como el capricho de los “políticos” contra la gran corporación, no sabe de lo que habla: la legislación antitrust fue un producto 'genuino' del capitalismo de los trusts, y puso de manifiesto sus contradicciones insalvables.
El monopolio, que los economistas burgueses oponen formalmente a la competencia, es, sin embargo, una consecuencia de esa misma competencia, pues consagra la primacía de los capitales más potentes a expensas de los más precarios y la absorción de estos últimos por parte de los primeros. Milei y los austríacos presentan al monopolio como el estadio final del progreso social y la productividad del trabajo. Esta conclusión arriba a lo contrario de lo que sostiene, porque un “estadio final” o “fase superior”, constituye una transición hacia otra forma histórica, más avanzada, de producción social -la regulación social consciente del proceso de producción, o socialismo-.
El monopolio no elimina la competencia, sino que la proyecta a un nivel más alto. La competencia ‘pacífica’ da paso a una competencia violenta, que arriba a la guerra mundial, y genera un conflicto que desborda lo comercial para proyectarse a la política. El monopolio no suprime la anarquía de la producción capitalista que trae aparejada toda forma producción privada mercantil. El sistema de monopolios acentúa los desequilibrios en cuanto a la reproducción del capital en su conjunto, revolucionando a unos sectores y atrofiando a otros, y esto a escala mundial.
Milei es un apologista del monopolio. No se percata, o quizás lo advierte demasiado, que el monopolio acentúa la contradicción última del capitalismo, que es la apropiación privada en menos manos, y del otro lado la socialización integral de la producción: el carácter cada vez más social de esta última. Expresa la transición a un régimen social superior. La articulación de la producción en complejos gigantescos, la planificación de los procesos de trabajo a su interior, la “internacionalización” de la producción, todos estos elementos ponen de manifiesto que la economía “de mercado” ha desarrollado las premisas de su propia extinción. La contradicción entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación de sus resultados alcanza su punto más agudo. Esta contradicción, que se expresa todo el tiempo en los choques y divisiones entre grupos capitalistas, dividen a los economistas que representan sus intereses. Los defensores de los monopolios establecidos denuncian los privilegios que la Ley Bases ofrece a los monopolios internacionales y a parte de los nativos. Objetan el piso de 200 millones de dólares para gozar de las ventajas que ofrece la ley, que reclaman los monopolios mineros y los vinculados a la exportación de LNG a todo el mundo. La fracción desreguladora acusa a la otra de bloquear el ingreso de nuevos competidores; la de Milei, acusa a los reguladores de bloquear la producción “a gran escala”, que ofrece una combinación de financiamiento internacional y tecnología de punta.
Un impasse similar, en lo que refiere a la regulación estatal, tiene que ver con el papel de la moneda, el crédito y las crisis. Milei, como se sabe, repudia al keynesianismo, que echó mano de la deuda, el emisionismo y el gasto público para afrontar las depresiones económicas. Siguiendo al austríaco Hayek, Milei defiende el carácter darwiniano de la depresión económica, para sacar del mercado a los capitales inviables y para liquidar las conquistas salariales y laborales de los trabajadores. En los últimos 90 años, desde la Gran Depresión hasta hoy, cada una de estas variantes -keynesianismo y `neoliberalismo- ha sucedido a la otra, dependiendo fundamentalmente del desarrollo de la lucha de clases. La defensa del gasto público –del keynesianismo– para contener la crisis y la lucha obrera, se convirtió luego en el gasto armamentista y en la guerra, adonde también llegó la ofensiva neoliberal como método de guerra civil internacional contra los trabajadores. Las dos, al final del camino, sólo tuvieron para ofrecer la agresión a la clase obrera y la guerra -que es una forma de liquidación de la clase social productora-.
Para defender al capitalismo, Milei, en su libro, echa mano de la principal de sus manías -la invocación de estadísticas inverosímiles, que comparte con Caputo-. Elogia al capitalismo por haber bajado, a lo largo de dos siglos, “del 95 % al 15 %”, a “la población mundial que se encuentra bajo la línea de pobreza”. Una comparación de “niveles de ingreso” que se extiende por 200 años supone un concepto de pobreza de carácter absoluto o fisiológico, y no una categoría científica, o sea, históricamente determinada. Marx resumió esa condición en la “inseguridad de la existencia” y en una “acumulación de miseria proporcional a la acumulación de capital”. El capitalismo en descomposición ha agravado la polarización social, el desempleo crónico, la disgregación de la familia trabajadora y hasta consolidó un bolsón de miseria -no relativa, sino absoluta, con la existencia de 800 millones de hambrientos. Esto es lo que Milei presenta como “la era más gloriosa de la historia humana”.
Al tratar de explicar las ambigüedades de la economía académica que él defiende, Milei recaba nada menos que en Adam Smith, el padre de la economía política clásica. Smith, dice, pivoteó sobre dos ideas contradictorias: por un lado, la división del trabajo, como punto de partida de la producción a escala creciente; por el otro, “la mano invisible”, o sea, el equilibrio económico alcanzado en el libre movimiento de la oferta, la demanda y los precios. Pero ocurre, dice Milei, que ese equilibrio, en los modelos “neoclásicos`, es incompatible con el crecimiento. La causa que invoca para ello es que la economía neoclásica se maneja con 'rendimientos decrecientes', es decir, la asignación de incrementos de rendimiento sucesivamente inferiores a cada factor a medida que aumenta la producción. Milei, absurdamente, responsabiliza de ese “error” a los economistas clásicos, a quienes, como se verá, no ha leído. Ignora que el único “rendimiento decreciente” al que aludió David Ricardo es el de la tierra, y fue la base de su teoría de la renta. En realidad, los rendimientos decrecientes que sostiene la escuela neoclásica son una adaptación al plano de la producción de su teoría de la utilidad marginal decreciente, formulada para la demanda y el consumo. Pero esa teoría subjetiva de la utilidad -que valora las cosas por la satisfacción y la “saciedad” que provocan- es un patrimonio común de los neoclásicos, de los austríacos y del propio Milei. Por lo tanto, Milei escupe “para arriba” cuando critica a sus primos teóricos.
En oposición a todos ellos, Marx enfrentó esta misma cuestión certeramente, al desarrollar el modo como el capitalismo emprende la “reproducción ampliada de sus contradicciones internas” La separación entre el capital financiero y el productivo; la expansión del crédito y el régimen de la deuda pública, son algunos de los recursos del capital para prolongar esa reproducción, pero sólo para postergar y a la vez amplificar el estallido de sus contradicciones -entre “una fuerza productiva cada vez más poderosa” y “la estrecha base en la cual se fundan las relaciones de consumo” (Marx); entre la gravitación cada vez mayor del capital que sólo transfiere valor -trabajo muerto- y el trabajo vivo, el único que crea valor. Marx advirtió que la acumulación de capital era esencialmente un modelo
de desequilibrio, que supera transitoriamente sus barreras por medio de crisis, convulsiones sociales y revoluciones. Los economistas posteriores, que se abocaron a la tarea de enfrentar al socialismo, apelaron al recurso burdo y anticientífico de presentar a la economía mercantil capitalista como la exégesis del equilibrio. Si la escuela austríaca fue en este punto una excepción, solo lo hizo para justificar el despotismo del monopolio.
En oposición a la libre competencia, Milei y los suyos caracterizan al mercado como “un intercambio voluntario de derechos de propiedad”. Recrean, tardía y falsamente, la igualdad formal invocada por el liberalismo filosófico, cuando el derecho de propiedad todavía se asociaba al derecho sobre el trabajo propio. Pero hace rato que ese intercambio de derechos opone a los propietarios de los medios de producción, de un lado, y a los meros “propietarios” de su fuerza de trabajo, despojados de todo otro “derecho” que no sea el de ser explotados (y a veces ni siquiera ese). La teoría del “intercambio de derechos”, que ha convertido a la fuerza de trabajo en “capital humano”, ha servido de libreto económico para justificar la contaminación ambiental, que Milei presenta en su libro como una sencilla compra y venta de derechos entre privados -el contaminador y el contaminado-, como si se pudieran colocar barreras físicas definidas a la degradación del medio ambiente. La economía vulgar del siglo XIX -criticada por Marx- era la apología del capitalismo en ascenso. Las vulgaridades del siglo XXI son la exaltación de la decadencia capitalista, y por ende, doblemente vulgares.
Milei cita a sus padrinos intelectuales, Von Mises y Hayek, para condenar al intervencionismo económico como “funcional al socialismo”. Citando al primero, Milei señala que “en el fondo, no hay nada más que dos sistemas de verdad, el capitalismo de libre empresa o el socialismo”. En relación a Hayek, visitante asiduo del general Pinochet, señala que “cualquier situación intermedia es inestable en términos de capitalismo, es decir, tiende al socialismo”. Para aventar este “peligro”, Milei cita el conocido argumento de los economistas austríacos acerca de la inviabilidad del cálculo económico bajo el socialismo. Aunque el tema exigiría otro texto y un tratamiento especial, digamos simplemente que el “cálculo” socialista jamás será “económico”: la economía es una ciencia y una categoría de la sociedad mercantil, de productores privados e independientes que sólo conectan entre sí, a través del mercado, el producto de su trabajo. Sólo bajo tales condiciones históricas el mercado, el sistema de precios y, en definitiva, la ley del valor, actúan como reguladores 'ciegos' de la producción social. La abolición de la economía mercantil, en una sociedad dirigida conscientemente por sus productores, reconstruirá un vinculo directo entre éstos y su medio, entre las personas y las cosas, y no a través de un “sistema de precios”. Sea como fuere, como el mercado no puede abolirse de inmediato, una economía en transición al socialismo, elaborará su propio cálculo de rendimiento económico, condicionado al fortalecimiento social y político de la clase obrera y al desarrollo de la revolución internacional.
Milei y los suyos repudian al Estado, con una ignorancia espectacular acerca de las condiciones históricas de su surgimiento y las metamorfosis que sufrió con la maduración del capitalismo y el desarrollo de la lucha de clases entre el capital y el proletariado. Pero también finge ignorar las razones que han llevado al estado como socorrista del capital (“prestamista de última instancia”).
En la infancia del capitalismo, bajo la vigencia de los monopolios coloniales, los Estados nacionales fueron el gran instrumento para la consolidación del capital comercial. Ahora, en la etapa de su senilidad, el Estado ha salido otra vez en rescate de un régimen social que ha agotado sus posibilidades históricas. El antiestatismo seudolibertario, o anarcocapitalismo, es sólo una impostura –una forma vergonzosa de ignorar el carácter parasitario del capital-. Milei se sirve del estado como nadie para confiscar, de un lado, a los jubilados y a los obreros, y para subsidiar, por el otro, al capital, con bonos del Tesoro que son respaldados por el Banco Central, o para imponer una dolarización económica que convive con la pesificación de los ingresos de la mayoría del pueblo. Milei se divorcia del Estado, sólo como una cobertura ideológica de una guerra declarada contra la clase obrera. Los cinco meses de gobierno Milei son su mayor demostración. Milei decretó una devaluación del 65 % y otorgó la más completa libertad de precios; del lado del trabajo, el antiestatista le colocó un techo a las paritarias y redujo en un 35 % las jubilaciones. Los tarifazos han beneficiado a monopolios que se encuentran regulados por el “odiado” Estado. Las “libres” relaciones entre las clases están arbitradas por un protocolo represivo alimentado por los servicios de inteligencia estatal.
El engendro mileista, sin embargo, se encuentra acosado por contradicciones brutales: el pretendido superávit fiscal es un armado fraudulento, construido, por un lado, con el despojo del 35 % de las jubilaciones y gastos sociales y, por el otro, con la conversión en deuda o la simple postergación de diferentes gastos del Estado -entre ellos, el del conjunto del sistema energético-. El 'estatista' impuesto PAIS ha pasado de representar del 21 % al 180 % del conjunto del superávit primario. El “saneamiento” del Banco Central se ha trastocado en el mayor envilecimiento de su balance. La emisión monetaria del gobierno que “no emite” ascendió a 12,1 billones desde su asunción hasta fines de abril. La absorción de esa emisión ha significado un crecimiento del 42 % de los pasivos monetarios del BCRA, ¡cuando se calculan en dólares!. La deuda del Tesoro, que ha crecido, se sustenta en una garantía -Put- del Banco Central, por lo que debe adicionarse, al menos potencialmente, a la base monetaria existente. Las condiciones de un estallido inflacionario y cambiario están presentes. El 'ancla' que las contiene es una recesión feroz, y un 'cepo' intervencionista que el gobierno prolonga sin fecha. La reciente inflación del 8 %, que el gobierno presenta como una victoria, es un valor extraordinariamente alto para una economía sumida en recesión y en una virtual parálisis industrial. El “modelo” libertario es celebrado por los acreedores de la deuda, que asisten a una revalorización de corto plazo de sus títulos de Argentina. La gran burguesía agraria e industrial saluda los ataques del gobierno Milei a los trabajadores, pero no se priva de reclamar una devaluación más o menos inmediata, que el gobierno resiste. La situación salarial intolerable sacude las filas del movimiento obrero industrial, y la agitación está ganando a las clases intermedias y la juventud, como lo demostró la movilización universitaria. El gobierno Milei, en esas condiciones, apoya sus brazos en las muletas del régimen político tradicional y en la burocracia de los sindicatos -no en los devaneos “libertarios”-. El libro, y su presentación pomposa en el Luna Park, es una operación propagandística para disimular ese impasse económico y político, y revestir de una pátina “académica” a su tentativa de dictadura civil. La atropellada de palabras, autores y conceptos -muchos arrojados al pasar y encimados con otros- tiene también un propósito intimidatorio: presentar al ajustador liberticida como “alguien que sabe” y, por lo tanto, que debe ser socialmente tolerado. Es la práctica que ejercen a diario los defensores del capital desde los medios masivos. Es lo que, parafraseando al 'amigo' Hayek, podríamos llamar la “arrogancia fatal” de los economistas. Este cuento será particularmente aceptado por la 'oposición' que apuntala a Milei, con el pretexto de 'darle los instrumentos para gobernar'. Sólo por estas razones es necesario desplegar las 'armas de la crítica': la respuesta de los explotados argentinos, que ya se está expresando, no puede ni debe ser contenida por una colección de embustes en forma de libro.
Javier Milei es injusto con la UBA En qué consiste el lavado, secado y centrifugado de cerebros en la Facultad de Economía. Por Marcelo Ramal, 27/03/2024.
Debate entre Marcelo Ramal y Diego Giacomini. "Socialismo revolucionario vs. Libertarianismo" en el Canal 22 , Programa 1+1 =3 Publicado en el canal de YouTube de Política Obrera, 19 de noviembre 2022.