Escribe Marcelo Ramal
El lugar de la psicología laboral bajo el capitalismo.
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Una de las principales mistificaciones que envuelve al capitalismo tiene lugar cuando las diferentes variantes de la organización del trabajo son presentadas como parte de un proceso objetivo o “neutral”, en lo que refiere a la relación entre patrones y trabajadores.
De acuerdo a ello, ciertos cambios en el régimen laboral planteados por las empresas tendrían un propósito genéricamente “positivo”, tanto para la patronal como para los trabajadores. El primer antecedente de esta impostura fue introducido por el capataz Frederic Taylor, estudioso y practicante de cómo economizar “métodos y tiempos” en la industria a costa de succionar hasta la última gota del esfuerzo de los obreros. Taylor, precisamente, bautizó a sus estudios como “gerencia científica” o “ciencia del trabajo”. Al criticar ese concepto, un socialista, Harry Braverman, señaló que la disciplina de Taylor “se introduce en el lugar de trabajo no como representante de la ciencia, sino como el representante de la administración patronal enmascarado en los arreos de la ciencia” (“Trabajo y capital monopolista”). Más adelante y con más ironía el mismo autor se va a referir a la “ciencia del trabajo” como “ciencia de la administración del trabajo ajeno”.
La presentación de la explotación obrera con una pátina aséptica o de neutralidad entre las clases dio otra vuelta de tuerca cuando se aludió a la “organización racional del trabajo” y, por lo tanto, se bautizó como “racionalización” a las políticas de despidos de trabajadores y sobreexplotación de la planta remanente. Taylor llamaba “jornada óptima de trabajo” a aquella donde el sometimiento a la dictadura patronal alcanzaba su máxima expresión. La “optimización” capitalista, que es el máximo beneficio a costa de la explotación obrera, es presentada como expresión del bienestar general –obreros y patrones-. Hay que agregar que los métodos de Taylor fueron rechazados desde el vamos por las organizaciones obreras y lo mismo ocurrió con la cinta de montaje de Ford, un verdadero tormento para los trabajadores. Durante varios años, la rotación de trabajadores -entre los que pasaban y los que se quedaban- en la fábrica de Ford resultó de 10 a 1. Este explotador yanqui -que financió a Hitler desde los Estados Unidos- sólo logró estabilizar un plantel laboral cuando endulzó su régimen negrero con incentivos salariales: los famosos “cinco dólares por día”. Braverman señala que, en la posguerra, la política de compensar a los trabajadores que permanecían en las industrias “racionalizadas” (sometidas a despidos masivos) con incentivos a la producción se convirtió en moneda corriente, pero ya con el apoyo de las burocracias sindicales.
Ninguno de estos incentivos resolvió la enorme tensión de la gran industria sometida a la “ciencia del trabajo”. En esas circunstancias, apareció la “psicología del trabajo” y luego la “sociología industrial”. La función de estas seudodisciplinas, presentadas como un ´servicio´ de la empresa a los obreros, no era otra que buscar la adaptación y aceptación de los trabajadores al régimen infernal de la fábrica. Al caracterizar el rol de estos profesionales en la gran corporación capitalista, Braverman señala que su rol “no es el estudio de las condiciones objetivas del trabajo, sino tan sólo el de los fenómenos subjetivos a los que éstas dan lugar: el grado de ´satisfacción´ o ´insatisfacción´ expresados en sus cuestionarios”. La razón de ello es clara: “el problema no es la degradación de hombres y mujeres, sino las dificultades levantadas por las reacciones, conscientes e inconscientes, a dicha degradación”.
El abordaje subjetivo de los cambios en el régimen de trabajo es necesariamente unilateral y facilita la manipulación de los trabajadores por parte de la patronal. La psicología humana es antagónica a la seudopsicología del trabajo y por una clara razón: la organización capitalista del trabajo es la fractura de la integralidad humana, en aras de lo que Marx llamó el “obrero parcelado” o mutilado. En efecto: la fábrica de la división del trabajo exacerba alguna destreza parcial del trabajador, a costa de anular al resto de sus potenciales conocimientos. Del mismo modo, las jornadas laborales extensas y agobiantes anulan las posibilidades del ocio y el tiempo libre. La única respuesta científica de la psicología a esta contradicción es la invitación al obrero a superar la mutilación a que lo somete el capital, reconstituyendo su individualidad en la fusión consciente con el conjunto de su clase, es decir, en un partido propio.
La manipulación de los trabajadores ha cobrado un nuevo capítulo con los llamados “nuevos métodos de trabajo” o “producción flexible”. Como ocurría con Taylor, estas prácticas, presentadas como progresos “técnicos” u “objetivos”, no han sido más que la adaptación de la planta laboral a los vaivenes de la crisis capitalista, es decir, a la incertidumbre de los ascensos y retrocesos bruscos en la producción.
Desde hace al menos tres décadas, los esfuerzos de la seudo “ciencia del trabajo” han estado dirigidos a adaptar el régimen de trabajo a esas fluctuaciones, a costa, naturalmente, de violentar conquistas laborales elementales -el descanso del fin de semana, la jornada laboral de 8 horas o el derecho a las vacaciones pagas y en el período de receso veraniego-. Lógicamente, estos avances patronales no podrían pasar sin ser “edulcorados” con alguna concesión parcial. Uno de los casos más evidentes ha sido el de la reducción de la jornada laboral a 7 horas en Francia -leyes Aubry- en 1998. La reducción a 35 horas semanales, sin embargo, tuvo como contrapartida el establecimiento de 1.600 horas anuales, que podían ser acomodadas a gusto del patrón. De ese modo, las patronales se ahorraban el pago de horas extras. Asimismo, la ley habilitó a negociaciones por empresa en torno del régimen laboral, lo cual abrió las puertas a diferentes variantes de intensificación del trabajo.
Aunque la reducción formal de la jornada fue presentada como “promotora del empleo”, el resultado no fue tal: el impacto de la “racionalización” -eliminación de horas extras, vacaciones en cualquier momento del año- superó al producido por la reducción de jornada. A despecho de esta cuestión de conjunto, las burocracias sindicales de Francia empujaron la reforma en nombre de un aspecto parcial: el “aumento del tiempo libre” como resultado de la reducción de la jornada. Obviamente, los trabajadores pagaban con creces esa concesión. En las décadas siguientes a las leyes Aubry, la flexibilidad laboral y la intensificación del trabajo no cesaron de crecer.
La burocracia sindical de Francia encontró también a sus teóricos. Un antiguo historiador y crítico de los regímenes del trabajo del capitalismo, Benjamín Coriat, se dedicó a pontificar sobre “los desafíos de la competitividad”, propugnando que las nuevas modalidades del trabajo flexible podrían conciliar los intereses del capital con los de la clase obrera.
La reducción de la jornada laboral y el derecho a no trabajar los fines de semana son aspiraciones que los actuales regímenes de trabajo del capital pisotean todo el tiempo y de modo creciente. La defensa o la conquista de esos derechos plantea una lucha contra las patronales y el Estado. Cuando la clase capitalista o los funcionarios “ofrecen” alguna de estas conquistas parciales en paquete, sólo lo hacen como parte de una manipulación para incrementar en términos generales el grado de explotación de los trabajadores. La presentación de una concesión unilateral como “conquista”, cuando se trata de una maniobra para hacer pasar un planteo flexibilizador de conjunto, es contribuir a que los trabajadores se adapten a la falsa “ciencia del trabajo”. Cuando la ciencia se convierte en un instrumento del capital contra los trabajadores, deja de ser ciencia y pasa a ser una apología del régimen social que vive del trabajo ajeno.