Escribe Iara Bogado
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El pasado 18 de diciembre, mientras la comunidad universitaria adhería al paro y la movilización, la rectora de la Universidad Nacional de las Artes (UNA), Sandra Torlucci, convocó a sumarse a la marcha con apenas 44 minutos de anticipación. Ese día, la gestión de la UNA decidió no abrir mesas de examen alternativas, dejando a los estudiantes sin instancia de evaluación y responsabilizando cínicamente a los trabajadores. Sin embargo, el Consejo Superior sí sesionó. A puertas cerradas, y con los votos de la bancada oficialista de Estétika (La Cámpora), se aprobó una extensión antidemocrática del mandato de los consejeros estudiantiles, pasando de uno a dos años. La maniobra, orquestada por la rectora y su camarilla, tiene un objetivo claro: anular toda oposición interna ante la reforma que recorta los contenidos de grado y prepara el terreno para el arancelamiento universitario.
Esta autoextensión fue revelada por la propia rectora en la Asamblea Universitaria del 10 de diciembre, donde admitió que fue propuesta por sus consejeros estudiantiles. Es la pieza final de un proceso largo y opaco: la discusión de un nuevo estatuto que, según denunció uno de los decanos, se llevó años "a espaldas de los estudiantes". Las llamadas reuniones "abiertas" del último cuatrimestre no fueron ampliamente difundidas, asegurando un control total sobre el resultado.
El nuevo estatuto, aprobado por completo por los consejeros estudiantiles de Estétika, incluye herramientas para reprimir la disidencia. Se establece que con dos tercios del Consejo Superior se pueden sancionar y remover consejeros, una mayoría que el oficialismo ya tiene asegurada gracias a su control sobre el consejo departamental (dominado por la lista de la decana Árraga) y esto se replica en el Superior.
Pero la amenaza más concreta está en el aval a un sistema educativo diseñado para el recorte: el SACAU. Este sistema, detallado en el Anexo 1 de la resolución ministerial 2598/2023, exige que las carreras de grado tengan 6000 horas totales, de las cuales solo 2100 (con un margen del 25 %) deben ser de "interacción pedagógica". La trampa está en las casi 4000 horas restantes, las "horas fantasmas" de trabajo no presencial (investigación, trabajos prácticos) que no tienen una contabilización real. Esto habilita a las universidades a reducir drásticamente la formación presencial.
El golpe es brutal para la UNA, donde las carreras actuales tienen entre 2800 y 3400 horas totales. Al recortar la interacción pedagógica a un mínimo de 2100 horas, los contenidos restantes quedarán forzosamente desplazados hacia el área arancelada: diplomaturas, cursos de extensión y posgrados pagos. Estos años hemos observado cómo se han ampliado la cantidad de diplomaturas pagas y cursos de extensión en la medida en la que el presupuesto dedicado al área de grado se disuelve; lo observamos en los recortes de comisiones, en las cátedras que permanecen sin jefes de cátedra, teniendo solo provisorios, en la cantidad cada vez menor de ayudantes de cátedra, lo que se traduce en docentes sobreexplotados y pocas comisiones para cursar.
La precarización también llega por otro flanco. El artículo 63 del nuevo estatuto promueve la "vinculación de las actividades de extensión con los sectores productivos". Cuando una consejera estudiantil pidió que se especificara por escrito a qué sectores y con qué modalidad, la respuesta de la rectora Torlucci fue eludir la responsabilidad: "como es peronista, debemos confiar en que no nos va a comprometer con algo perjudicial". Esta apelación a la fe choca con su propia justificación para apurar la reforma estatutaria: la necesidad de hacerlo "porque no se sabía quién podría estar en su cargo el día de mañana".
La contradicción deja al descubierto el verdadero motor: asegurar las estructuras de poder y las cajas internas de la universidad, más allá de cualquier identidad política declamada. Se utiliza la retórica peronista identitaria como distracción mientras se implementa un proyecto que desarma la educación pública.
Por este motivo, no podemos seguir depositando esperanzas en la burocracia estudiantil ni en las autoridades de la universidad. Su juego está dentro del consejo, con reglas que ellos mismos amañan. La salida es la autoconvocatoria y la lucha de conjunto. Es llevar el conflicto más allá de los claustros y unirse a jubilados, discapacitados y trabajadores en una batalla común: por un presupuesto nacional que se destine a cubrir nuestras necesidades y no sea fugado hacia el pago de una deuda externa que ahoga al país. La defensa de la UNA gratuita y de calidad es hoy un frente de esa guerra mayor.
