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La guerra del estado sionista contra el pueblo palestino ha ingresado en una etapa decisiva o incluso final. Luego de ocho meses de un asalto sin límites ni restricciones contra una población indefensa, la Fuerza de Defensa de Israel no ha podido ‘erradicar’ a Hamás ni liberar a los rehenes israelíes, el objetivo estratégico declarado de los invasores a la Franja de Gaza. “No es factible”, acaba de reconocer públicamente Daniel Hagari, el vocero del Ejército (La Nación, 22/6). Decir lo contrario es “una mentira” añadió. Para no dejar dudas en la sombra, reforzó: “Hamás es una idea. Hamás es un partido. Está arraigado en los corazones de la gente; quien piense que podemos eliminar a Hamás está equivocado”. A los militares sionistas les ha llevado algún tiempo descubrir que Hamás no podía ser clasificada como una “organización terrorista”. Gran parte de la pretendida izquierda internacional no tomó todavía registro de esto. Netanyahu tampoco. El establishment sionista está quebrado.
En términos menos conceptuales y más prácticos, esto ha llevado de todos modos a Netanyahu a disolver el Gabinete de Guerra. La llamada derecha de su Gobierno plantea abiertamente una limpieza étnica en Gaza y recolonizar ese territorio. Pero Hamás no desaparecerá “sin antes crear una alternativa” de gobierno en Gaza, sostuvo el vocero militar. En el terreno, por otro lado, ha aumentado el número de muertos en el ejército sionista; en cuanto al resto, da muestras “de fatiga” por la falta de rotación de tropas. Por primera vez, Netanyahu estaría dispuesto a aceptar “una tregua” relativamente prolongada, con canje de rehenes por prisioneros palestinos en las cárceles sionistas, para ‘refrescar’ a las tropas de ocupación. Las divergencias entre el Estado Mayor y Netanyahu, en cuanto al objetivo estratégico del asalto a la Franja, expresa, sin embargo, algo mucho mayor, que se ha manifestado en las marchas callejeras contra el Gobierno en todas las principales ciudades de Israel. Hay una fractura política en el conjunto de la población israelí.
En este escenario, o precisamente debido a este escenario, la misma Jefatura militar ha amenazado con atacar masivamente el sur del Líbano, que ha venido bombardeando en forma regular, e incluso llevar la guerra a Beirut, a la cual ha amenazado “en convertir en otra Gaza”. Los ataques de Hezbollah al norte de Israel han forzado al alejamiento de más de cien mil pobladores israelíes, sin perspectiva de retorno a sus viviendas. La escalada que prepara el Ejército sionista no va a resultar tampoco barata, pues se atribuye a Hezbollah un stock de decenas de miles de misiles y de drones. El jefe de la milicia shiíta-libanesa, Nasrallah, ha advertido que responderá con ataques fulminantes al archipiélago de Chipre “y otras partes del Mediterráneo” (La Nación), en razón de haberse convertido en una base militar del sionismo, además de socia de importantes contratos petroleros. El gobierno hutí de Yemen, mientras tanto, ha continuado hostilizando con misiles el transporte en el Mar Rojo, con fuertes efectos disruptivos en el comercio internacional. Estados Unidos ha instalado una flota de portaviones en el Mediterráneo para participar en forma directa de la guerra. En caso de escalar la guerra al Líbano, se descuenta una respuesta de Irán, que ha exhibido, en el pasado reciente, capacidad para enviar drones y misiles a territorio israelí, que se encuentra a mil quinientos kilómetros de distancia, y también de valerse de bases proiraníes en Irak y Siria. Numerosos observadores señalan que un choque en esta escala neutralizaría el Escudo de Hierro que ha instalado Israel para su defensa antimisiles.
¿Adónde va el sionismo? Este es el interrogante fundamental en el momento actual, cuando la escalada puede convertirse en otro frente de una guerra mundial. Es lo que se propone responder quien es probablemente el historiador de mayor envergadura en Palestina, Ilan Pappé, en un artículo de la revista The New Left Review, del viernes reciente, 21 de junio, bajo el título “El Colapso del Sionismo”. Son numerosos los marxistas que han abordado esta cuestión, en especial de origen judío, pero Pappé, también judío, lo hace metódicamente, con clara intención pedagógica. Fundamentalmente, ofrece sus conclusiones políticas. Para el autor, “la idea de imponer un Estado Judío en un país mesoriental, árabe y musulmán (…) probablemente culmine en la caída del Sionismo”. La consecuencia sería el “ingreso a una coyuntura particularmente peligrosa. Una vez que Israel descubra la magnitud de la crisis, desatará una fuerza feroz e ilimitada para tratar de contenerla”. Es lo que ocurriría, decimos nosotros, con el intento de afrontar el fracaso en Gaza con un ataque sin fronteras sobre gran parte de su vecindario. Pappé, sin embargo, no le da lugar en el escenario al imperialismo norteamericano y mundial, que se empeñaría en una guerra ilimitada si se pone en peligro su plaza fuerte en el Medio Oriente.
La dislocación del estado sionista se manifiesta, para Pappé, “en una fractura de la sociedad israelí-judía”, entre un campo liberal, que denomina Israel, y otro, Judea, en alusión a la milenaria quiebra entre las diez tribus de Israel, que desaparecieron del mapa, y las dos tribus de Judea, que se trasformó en el código genético del judaísmo en tiempo ulterior. Más de quinientos mil israelíes del primer campo, el liberal, abandonaron el país luego del asalto de Hamás al sur de Gaza; alrededor del 15 % de la población. “La influencia del estado de Judea (o sea los colonos) en los escalones superiores del Ejército y de los Servicios de Seguridad de Israel ha crecido en forma exponencial”, advierte Pappé. A esta realidad se añade otra: una crisis económica espectacular, que es una expresión de la imposibilidad de tener un Tesoro en equilibrio en un régimen político en guerra permanente y sobreestoqueado en armas, incluidas las atómicas. De acuerdo a Pappé la economía se desplomó un 20 % en el último trimestre de 2023. A pesar de la ayuda norteamericana -14.000 millones de dólares- el daño se agravaría en caso de guerra contra Líbano y Hezbollah. El perjuicio económico ha llevado al sector tecnológico de Israel a apoyar las manifestaciones en defensa del Poder Judicial y a un comienzo de fuga de capitales; “quienes consideran la posibilidad de relocalizar sus inversiones (en el exterior) representan a un 20 % de los israelíes que pagan el 80 % de los impuestos”. Pappé señala como tercer indicador del “colapso” al aislamiento internacional de Israel, que se evidencia en la denuncia de crímenes de guerra por parte de la Corte Penal Internacional, en las manifestaciones masivas contra el sionismo en Europa y Estados Unidos, y en la desafección de un número creciente de judíos con la masacre en Gaza y con el propio Estado sionista. “El cambio en la juventud judía (fuera de Israel) es colosal” (“sea-change”). Por último, a pesar de contar con armamento abundante y sofisticado y una reserva permanente, Pappé subraya “la debilidad del Ejército”, como quedó expuesto en la imprevisión y la reacción demorada ante el ataque de Hamás en octubre. El historiador observa que “numerosos israelíes sienten que los militares fueron muy afortunados” de que ese ataque no hubiera estado coordinado con una acción simultánea de Hezbollah.
Para Pappé, el factor más promisorio en la crisis histórica del Estado de Israel es la emergencia de una “nueva generación de palestinos”. “Aparentemente”, dice Pappé, “favorecen la solución de un único Estado”, que Pappé viene defendiendo desde hace tiempo, “a la del modelo desacreditado de los dos Estados”. “Esperemos (...) que cuando se produzca la destrucción del proyecto sionista en Palestina (...) haya un movimiento de liberación que pueda llenar el vacío”. En lugar de los fracasados “procesos de paz”, Pappé plantea impulsar un movimiento de “descolonización”, al que los israelíes deban responder, en función de “una Palestina postcolonial y no sionista”. Para eso ofrece, como modelos, una organización estatal como la de los Cantones de Suiza o Bélgica -la federación de flamencos y la población de habla francesa-. “Los colonos tendrán que acompañar este proyecto y mostrar la voluntad de vivir como ciudadanos iguales en una Palestina liberada y descolonizada”. Es probable que ocurra todo lo contrario: una guerra civil, “una fuerza poderosa para contener” ese proyecto, como lo advierte al comienzo. De nuevo, de todos modos, no aparece el rol del imperialismo y la OTAN, que no abandonarían la fortaleza sionista sin guerra o que se suponga que se resignarían e incentivarían una salida semejante, como una suerte de compromiso.
Pappé no da una respuesta clara ni realista a las derivaciones del “colapso” del Estado sionista, probablemente por su formación en el Partido Comunista y la versión menchevique de la revolución por etapas (primero una revolución democrática -en este caso un “estado descolonizador’, ‘no sionista’, primero-, después la transformación social). Es llamativo que se salte la reivindicación fundamental del pueblo palestino: el derecho al retorno y la recuperación de sus tierras y propiedades. Sin este “retorno” no hay ‘descolonización’ ni “revolución democrática” o “liberadora”. Pappé esquiva esta reivindicación histórica del movimiento nacional palestino, luego de haber escrito numerosos libros valiosos que exponen su lugar histórico y su importancia política. En la historiografía palestina existen investigaciones que señalan la posibilidad de una realización no conflictiva o pacífica de esta reivindicación, o sea, sin violentar el derecho de propiedad que se han otorgado a si mismos los expropiadores sionistas; se refieren a que una improbable abundancia de tierras permitiría una redistribución territorial de la propiedad. Dada la evolución histórica que ha sufrido Palestina desde la Nakba (1948) hasta el presente, el derecho al retorno y la recuperación del derecho sobre sus tierras, sólo podría ser realizado por un régimen socialista. La cuestión de la pequeña propiedad fundiaria se resolverá en el marco de una expropiación del gran capital, una economía planificada y un gobierno colectivo de los trabajadores. Sería el fruto de una revolución que no quedaría confinada a Palestina, sino que abarcaría al conjunto de Medio Oriente y parte de Asia Central. Ningún programa democrático y descolonizador para Palestina puede desarrollarse, en cuanto a reivindicaciones y métodos políticos y tácticas de lucha, por fuera del marco internacional.
Pappé ofrece una salida democrática al “colapso del sionismo”. El ejemplo de Sudáfrica es suficiente prueba de que la “descolonización” por consenso deja en pie el viejo sistema de explotación, bajo formas políticas diferentes, de una élite negra cooptada por las grandes corporaciones; las condiciones sociales de las masas no han sufrido mejoras, sino más perjuicios. En cuanto a la formación del Estado belga, es la ocasión de señalar que ese Estado ha sido una cuña del imperialismo inglés, a lo largo de todo el siglo XIX, desde las revoluciones francesas y la revolución alemana de la primavera del 48. Ha servido, ulteriormente, para dividir al proletariado europeo.
Repetimos. Pappé ha presentado un texto claro y pedagógico acerca de la inviabilidad de un Estado exclusivamente judío en un país árabe, musulmán y mesoriental, pero ha dejado de lado al imperialismo en la conformación del Estado sionista. Este estado es un resultado final de la balcanización del Imperio Otomano por parte del imperialismo europeo, luego de la Primera Guerra Mundial, que dio forma a gran parte de los Estados del área de la Mesopotamia. Israel es un enclave del imperialismo. La guerra en desarrollo, el colapso del sionismo y el renacer del movimiento palestino son, en definitiva, eslabones de una crisis mundial y de la cadena de rebeliones populares y revoluciones socialistas en estado preparatorio.